viernes, 11 de noviembre de 2011

Estratigrafía emocional

estratigrafía

(Del lat. strātus, lecho, y -grafía).

1. f. Estudio de los estratos arqueológicos, históricos, lingüísticos, sociales, etc.

2. f. Geol. Parte de la geología que estudia la disposición y caracteres de las rocas sedimentarias estratificadas.

3. f. Geol. Disposición seriada de las rocas sedimentarias de un terreno o formación.

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Imagino poder seccionar la trayectoria emocional de las personas, e igual que si se tratara de una roca, un yacimiento arqueológico o un terreno completamente desconocido, obtener una cantidad de datos insospechada que nos llevase a su comprensión. Sería algo parecido al psicoanálisis, pero más gráfico. Una vista sobre la sección, y ante nuestros ojos aparecerían los períodos de crisis, los momentos felices, las frustraciones de toda la vida, las buenas relaciones, las nefastas, el dolor por las pérdidas, en fin, toda una serie de estratos diversos que nos darían cuenta de la evolución emocional de cada cual. 
De este modo, observaríamos el primer estrato, la infancia, salpicando de un extremo al otro todas las experiencias. En algunas personas, se extiende a períodos posteriores, de modo que tanto en los estratos de la adolescencia, juventud o madurez, podríamos encontrar filtraciones de una capa antigua, trazando vetas de conflictos irresolubles allí donde lo ideal sería hallar firmeza y buena cimentación, un sustrato sólido que garantizara el apoyo de estratos superiores, más extensos tanto en temporalidad como en funcionalidad. Creo que esta es una de las claves. En arqueología, los sustratos inferiores tienen la capacidad de alterar a los superiores ,y viceversa, bajo la influencia de factores externos, provocados o fortuitos. En la vida sólo es posible ir ascendiendo, lo cual no significa mejorar, necesariamente, aunque sería lo deseable. La "arqueología emocional" muestra como somos después de lo vivido, cada experiencia buena o mala nos "moldea" para la siguiente etapa, de manera que el estrato superior será una especie de turrón trufado entre lo que sabemos que queremos (el chocolate), el miedo a sufrir (la almendra amarga), los sueños sin cumplir (espacio aún no relleno, ¿arroz inflado, tal vez?), las decepciones (¿esto no llevaba licor?) y el último balance (mala relación calidad precio), el alto valor que otorguemos a algo no garantiza la satisfacción, estimación subjetiva, por supuesto.

Me gustaría insistir en la imposible estratificación de los sueños, salvo que se hayan cumplido, puesto que, de un modo científico, sólo cuentan las vivencias reales. Aún así, los anhelos forman parte de la vida. Los deseos,( desde un punto de vista pragmático) suponen un estigma con el que lidiar buena parte del tiempo, aunque en ocasiones, nuestra pervivencia dependa de la suya, y por más que algunos sustratos infames pretendan frustrar su afán, la memoria de los sueños es tan pertinaz como el tiempo. En esto, "los autores no se ponen de acuerdo", como diría alguien que conozco. Por un lado, los sueños representarían zonas huecas sobre las cuales no podrían asentarse sedimentos firmes, un lastre, un cierre en falso del terreno sentimental, ya complejo. Por otro, conformarían la materia flexible , nada desdeñable, con que amortiguar los sedimentos invasores, violentos, que se instauran en nuestro sustrato sin previo consentimiento o movidos por los caprichos imperialistas de otras arqueologías emocionales.
Coincido con esto último. 

Un corazón seccionado, que muestra suturas estratificadas en distintos niveles de temporalidad, sólo puede subsistir por puro afán. Podríamos volver al diccionario, pero no creo que haga falta. 

domingo, 6 de noviembre de 2011

Toxicidad V, y basta




En días posteriores al accidente me sentí débil. La busqué, sin resultado,
obvio. La manera de estar para la otra oscilaba en una sola dirección,
sus necesidades. El dolor de los otros es pura anécdota, al fin y al cabo.
Me he castigado de sobra por sentir, por intentarlo, por maquillar las
humillaciones y el desinterés. No estaba ciega, aquello dolía como una
mordaza de alambre pero lo que una quiere es algo que sucede, no hay
modo de cambiarlo. Lo que la otra no quiere, tampoco. La diferencia
radica en la honestidad, básicamente, en asumir que lo que no se dice
adquiere el mismo grado de falsedad que lo que no se siente, al margen
de las buenas intenciones, que, a estas alturas, quedaron en el subsuelo.
De nada vale lamentar el tiempo perdido ni esperar que alguien revise su
conciencia para percibir el daño que hace. Hay cerebros que se autoengañan
simplemente para no cuestionarse, se resetean a voluntad y pasar página
resulta tan sencillo como comer chocolate.
Parece ser que las percepciones sobre la realidad son ilusorias.
Constantemente nos centramos en imágenes que pueden pertenecer a un
grado de consciencia diferente al que creemos, damos por cierto lo que
vemos, incluso podemos llegar a completar las piezas de un puzzle confuso.
En este punto, deduzco, el cerebro puede equivocarse, sobre todo tratando
de desentrañar lo que no se le muestra.
Las cábalas están bien para jugar pero no son prácticas para enfrentarse a lo
cotidiano, más aún, si una se enamora de un cerebro caprichoso y volátil, más
ocupado en la autocomplacencia que en el análisis.

La crítica es incómoda, mejor el chocolate.

sábado, 15 de octubre de 2011

Toxicidad IV

Pensaba que ya sólo quedaba mejorar.
El día era perfecto. Ejercicio a primera hora, clases en la facultad,
ir de compras y cerveza con un par de amigas para planificar una escapada
de fin de semana.
14:30 aproximadamente. Bajaba con la bici por el cruce del Ayuntamiento,
camino a casa. Lo siguiente que recuerdo es el techo de la ambulancia y yo
tendida con un collarín cervical, alguien preguntando cómo me llamo,
si sé qué día es, etc. Rostros a contraluz que aparecen y desaparecen de mi
ángulo de visión mientras me extraen sangre, me aplican hielo en la cara...
Intento recomponer la realidad, creo que estoy soñando.
No sé qué ha pasado. Perdí la consciencia poco antes de golpear mi cabeza
contra el asfalto.
Continúo sin recordar. Giré en la esquina para enfilar la calle y no sé más.
Me descalzan, me hacen un electrocardiograma. Buscan mi móvil
entre las cosas que alguien ha recogido del suelo y me preguntan a quién
avisan del accidente. Nombro a la amiga con la que estuve poco antes, L.G.,
no quiero alarmar a mis padres, no sé donde está mi familia, y tú no existes.
Cuando llegamos al hospital sólo veo techos, placas de escayola que se
suceden, de vez en cuando el marco de una puerta, luces, destellos,
rejillas de aire acondicionado. No puedo mover el cuello, pero aún no
me duele tanto como hoy. Ignoro cuánto más me tendrán aquí antes de
decirme que estoy bien. Es lo que espero oír. Intento recordar cosas, mi
número de la S. Social, el Dni, ese tipo de datos. Entre tanto ha llegado
mi hermana y mi hermano C. espera fuera. Sólo un acompañante por paciente.
Me despido de L.G.
No sé si allí dentro te recordé en algún momento. Aunque lloré, supongo
que de miedo tras el shock, me sentí profundamente triste.
De madrugada, en casa, mientras mi hermano C. se instalaba en el salón
para mantenerme vigilada, pensé en ti y volví a llorar. Te echaba de menos,
hubiera deseado que estuvieras conmigo, tus cuidados, pero no eras tú,
quizá era el mito de ti que creé para esas ocasiones, porque realmente no
hubieras estado.
Imagino que se trata sólo del resto tóxico que aún corre por mis venas,
una ilusión más, alejada por completo de la realidad que vivimos.
Una percepción errónea de mi cerebro.
Del accidente me quedan: un hermoso derrame alrededor del ojo,
magulladuras y contusiones múltiples, confusión e inseguridad en mi
motricidad... lo normal.
Pero lo que lamento realmente, y es una sensación que crece con la distancia,
es que tu recuerdo no haya desaparecido junto con los 15 minutos de mi vida
que continúan en el limbo de la inconsciencia.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Toxicidad III

4:20 AM. Me despierta un dolor imprevisto. A estas horas suelo
estar a merced de la amnesia obligada del sueño. Hace frío,
por fin, pero no es el frío lo que me ha despertado. Entre mi piel
y tu inconsciencia se ha clavado algo. Retiro con cuidado la
sábana y ahí está, alojado apaciblemente, tu último sms:
"te echo de menos, pero no es nada".
Lo extraigo como puedo, aunque no es fácil. Me levanto a fumar.
Pienso en buscar en el diccionario el verbo echar-de-menos, por si
me he perdido algo y durante las últimas horas las palabras han
cambiado de significado. Puede que haya habido un terremoto
semántico. No sé.
Intento entender por qué esa pequeña secuencia de palabras se
me clava en el costado y me molesta.
La nada existe, estoy segura, pero el contexto es importante,
y en este, precisamente, lo uno contradice a lo otro.
Me pregunto por qué usar el lenguaje de un modo tan arbitrario.
Estoy cansada de adivinar los significados opuestos,
las contradicciones y el ilógico reparto de responsabilidades sobre
lo que se dice. Mejor callar, sencillamente, y dejar que el sueño
haga su trabajo y acomode poco a poco al olvido. Es complicado
conciliar el deseo con la nada si ésta viene trufada de ambigüedad.
Sólo ansío la nada que no me das, el vacío. Y que al desaparecer
te lleves el principio de contradicción que con tanto esmero
has acuñado para todas las palabras que, pese a quién pese,
tienen significado propio en contextos transparentes.
Porque echar de menos, no es nada.


viernes, 23 de septiembre de 2011

Toxicidad II

Intento vivir el momento. Y el momento es que mientras limpio la casa pongo
la cafetera y enciendo un cigarro. En el mismo espacio comparto cuaderno,
café, limpiacristales y todo lo que suele haber sobre la mesa.
A pesar de que tengo puestos los auriculares, escucho los vaivenes de la lavadora.
Me quedo mirando el ramillete de flores de poleo que conservo desde el
verano pasado. Creo que son las únicas flores secas que no le recuerdan
a la muerte. Voy a tirarlo.

Al final, como en cada historia vivida, quedan multitud de "hilos"
(querida Chantal) que nos remiten, inexorablemente, a plantear de nuevo
nuestra incapacidad para amar y a volver al fantasma de la persona perfecta
que habita en cada cual según los referentes, experiencias, pragmatismo...
género? Estoy convencida de que no existe "la persona ", y si existiera,
quedaría pendiente - además de encontrarla- la cuestión
casi irresoluble de que seamos "su persona". Labor incierta, cuando menos.

Los "hilos" sueltos terminan alrededor de nuestro cuello, intentando
ahorcarnos con los propios lazos que tejemos para evitar que las personas
que amamos desaparezcan de nuestras vidas.

martes, 20 de septiembre de 2011

Toxicidad I

En el mismo instante de abrir los ojos me intoxico.
Café, cigarro y tu nombre colgado del último hilo del sueño.
¿Qué haces ahí todavía? Tengo que trabajar.

Agnes. Claudia Faci

"La belleza no es una cualidad fija, es una diálogo en curso"

Curtis White


Cuando entré en la sala apenas veía por donde caminar. Oscuridad casi total.
La obra había comenzado. Bromeé con el técnico de sonido. Realmente temía
tropezar con alguien. Tanto miedo a tropezar, a equivocarme...la broma es sólo el mecanismo del miedo.
Ella, Claudia- Agnes--Chantal, interpretaba un texto sobre el infinito.
Recordé el verso de Chantal Maillard, "el infinito no existe, el infinito es
la sorpresa de los límites".
Empecé a trabajar. Buscaba algo de luz que me permitiera enfocar las fotos. Encuadraba su cuerpo, sus manos... de repente se movía, se removía poseída por una fuerza motriz bestial, no sé si era feliz o agonizaba. Giraba alrededor del escenario, ninguna parte de su cuerpo permanecía inmóvil. Yo, de momento, intentaba hacer mi trabajo, aún no me había captado.
La luz y sus movimientos me hacían difícil continuar, y comencé a escucharla.
Cantaba, bebía, fumaba, bailaba. A veces ¿era ella? a veces era yo.
Bailaba en medio de una luz rojiza, casi en penumbra. Se desnudó en una esquina del escenario, sin artificios, piel, cicatrices, hermosa y vulnerable. Cambió de vestido. En ese justo momento me adivinó entre las sombras, me delató y no pude seguir trabajando. No sé si estaba en el guión. Lo dudo.
Aunque ahora se movía para mi, para mi cámara, el rubor hizo que me sentara y soltara el equipo en la silla de al lado. Ya sólo pude escuchar, ver, y dejarme embargar por su propuesta.
Adoptaba posturas comprometidas, obscenas - según para quién-, se revolvía, era completamente libre en aquel escenario de pocos metros. Rellenaba su copa, fumaba de nuevo, evidenciaba quien era, y era, como cualquier mujer de la sala. Era todas las mujeres. Ridícula, impetuosa, seductora, lúcida, irónica... Mortalmente real. Imagino que alguien pensó que era excesiva¿?.
No, en absoluto. Condensar en pocos minutos tanta emoción no es fácil. No hubo exceso, no para mi. Frustración, deseo, muerte, desamor, pérdida...decía: ¿para qué anhelar ver el deseo convertido en una triste y rutinaria colada tendida al sol? Hablada de la convivencia, de los hilos, pensé, más que hilos. Ahora se rodeaba el cuello con el cable del micro, vivir con la soga al cuello, la realidad es la soga al cuello.
Mientras compartía su botella de cava con algunos espectadores, desveló un deseo que albergaba, un milagro: que alguien, al final de la obra, la besara. Al terminar, sin moverse de la silla, la besó toda la sala. Yo, al menos, lo hice. Profundamente.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El amor, el desamor y el ridículo

El dolor preciso, metamórfico, debería ser concebido como el escalón previo al olvido e inmediato antecesor al consentimiento a ser desollada, tal como escribía Sontag, a ver alejarse tu piel en manos ajenas, importa poco a quién pertenezcan las manos.
En la transmutación nos observamos. Como en una novela de Murakami estamos al otro lado de cámara, vemos cuanto hemos puesto en juego, pero el distanciamiento no mitiga el dolor.
El plano no es general, aunque se posea la capacidad de verlo todo, el plano es detalle secuenciado.
Uno tras otro aparecen con precisión los temores, las culpas, las situaciones no resueltas, los complejos... las preguntas.
¿La incapacidad para ser feliz con alguien es algo inherente a determinadas personas?
Quizá sea la manera más sencilla de justificar lo injustificable. Habría que explorar concretamente la generosidad hacia una misma, el perdón, el aprendizaje emocional, deficiente sin duda, ajustar los objetivos a las posibilidades y, desde luego, abordar la cuestión con cierto grado de pragmatismo. En este caso la pasión queda descartada como estrategia o medio para desarrollar una conducta coherente. Cabría también valorar los perjuicios que con toda seguridad se pueden apreciar al primer contacto, no obviar las alarmas, los mecanismos aprendidos en años de relaciones no son banales. Sin embargo, toda precaución es poca, se desactivan con facilidad. Entonces ¿qué hacer?
Llevo meses calculando las pérdidas, el saldo no es nada desdeñable. Déficit de autoestima, superávit de rabia convertida en tristeza, y frustración para llenar varios libros.
Lo único que puedo hacer, paradójicamente me aconseja ella, es aceptar. Aceptar nuestra incapacidad para resolver la relación. Es decir, cerrar por quiebra, sin reajustes, más que eso, con amplios desajustes.
Visto así, podríamos estar hablando de un negocio que ha salido mal, de un proyecto desestimado o de una oposición que no hemos podido aprobar, sin embargo, encajar la derrota en este ámbito resulta tremendamente doloroso.
Creo que los cerebros acostumbrados a ciertas dosis de abismo cotidiano son proclives a la confianza, al riesgo desmesurado. Y la conclusión es devastadora.
La razón intenta ampararse en las pistas que seguí para llegar aquí. Pero si esas pistas o señales fueron falsas, no queda más remedio que admitir el autoengaño, y admitirlo me lleva a otra señal inequívoca, mi razón estaba en otro lado mientras todo esto ocurría.
Sea como sea, lo que me queda claro es que Benedetti no estaba del todo en lo cierto -discúlpeme sr. B.- al afirmar que "en el amor no existen posturas ridículas". El asunto sería que como en el amor el ridículo resulta inevitable, en el desamor se busca desesperadamente la manera de justificarlo, sólo para no seguir haciendo el ridículo.

miércoles, 12 de enero de 2011

¿Decrecer, no crecer, desaparecer?

Decrecer

(Del lat. vulg. minuāre, por minuĕre).

1. intr. Dicho de una cosa: Disminuir o irse consumiendo física o moralmente.

2. intr. Dicho de la Luna: Disminuir su parte iluminada visible desde la Tierra.

3. intr. En las labores de punto o ganchillo, ir reduciendo los puntos, para que resulte disminuido su número en la vuelta siguiente. U. t. c. tr.

4. intr. ant. Faltar lo que debiera o quisiera tenerse.

5. tr. Disminuir o aminorar.


Tengo la sensación de que la famosa teoría del decrecimiento,es sólo una manera más de decirnos que somos unos-as ineptos-as. Intentaré explicarme, para no parecer cínica.

Se trata, por lo visto, de vivir con lo necesario, o evitar lo superfluo. En eso habría para mucho debate. Porque lo necesario creo, no es lo básico, aunque los límites se confundan ostensiblemente dependiendo de los casos.

Lo básico, según la teoría de Maslow, sería , actualizando época y sociedad, trabajar o heredar, tener dinero para hacer frente a los gastos de casa, comida, luz, gas, desplazamientos, comunidad, ropa…pero he aquí que eso forma parte de un todo necesario: la independencia. Independencia inexistente si se carece de un medio con el que ganarse la vida. Independencia también gradualmente mermada si no existe la posibilidad de comunicación, teléfono, internet, acceso a una educación de calidad, formación especializada, conocimiento…elementos, en definitiva, que nos permitan “competir”, en términos de igualdad de oportunidades y conseguir los objetivos propuestos, a saber, tener un trabajo digno, un lugar donde vivir y coraje para continuar con el resto de actividades “necesarias” para que nuestra existencia se aleje, racional o razonablemente, de la de los animales.

Obvio es que una persona dependiente genera cierto desasosiego a su alrededor. En la jerarquía de Maslow, las relaciones afectivas se sitúan varios grados por encima de las cuestiones realmente básicas, asunto que, por momentos, no sé si comparto. En principio, porque la persona decrecida no se manifiesta incapaz de relacionarse, más bien la alienación parte de otras direcciones, no de sí misma. Si fuera de otro modo, las redes sociales habrían fracasado y no existirían motivos para semejante escaparate de “amistades y afinidades” en un afán desmesurado por mostrarse al mundo, sin embargo, dichas redes están abarrotadas de personas con necesidades afectivas, sin trabajo, sin éxito profesional, -allá cada cual con sus razones-. Esto sólo demuestra que los escalones de la pirámide son resbaladizos, la transversalidad es evidente, aunque el diccionario no reconozca la palabra.

El movimiento en pos del decrecimiento quiere animarnos a vivir con menos, ¿...?. A cuestionar la manera en que nos enfrentamos a la continua desvalorización de nuestra –de por sí disminuida- capacidad de supervivencia.

No necesitamos manuales para vivir con menos, sino que los gobiernos y las oligarquías financieras reconozcan que las personas no somos menos por tener menos. En ese punto, no es que aprendamos a vivir con lo básico, que ya lo hacemos, sobradamente, sino que habrá conciencia de que de no somos culpables de lo que ocurre, y por tanto, no debemos pagar por ello. Algo está lo bastante claro: lo necesario no es el dinero. Es, por un lado, cambiar el concepto que se tiene de las personas que no lo poseemos. Y por otro, que el dinero valga menos. La base, creo, no es que nos adaptemos, sino que se generen posibilidades asequibles a las personas afectadas por el decrecimiento, lo que parece ser el síndrome o la plaga de este siglo, una que no conocíamos en occidente.

De otro modo, tomándolo con cierta ironía, ¿en qué consiste la teoría del decrecimiento?

¿Se trata de crear sociedades nuevas o en otro planeta?

¿De no comer o comer menos? ¿De no beber ni fumar?

¿De invertir la pirámide y que pasemos a estadios inferiores en los que peleemos por la comida o el asilo?

¿De aprender a conjugar el verbo decrecer en todos los idiomas?

¿Qué tal si nos hacemos una lobotomía solidaria para olvidar quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos?

No me cabe duda de que vivir en el campo con cuatro gallinas y cuatro lechugas es una elección magnífica para la persona que considere esa opción como válida, pero no si me obligan a alquilar o malvender mi casa porque no puedo pagarla por cuestiones macroeconómicas que me han "decrecido" en contra de mi voluntad.

No voy a negar que, de hecho, la palabra decrecer me cae mal. Padezco intolerancia a los eufemismos. Sírvanme una hipoteca decrecida, una cesta en el supermercado que no me deje la cuenta temblando, una tarifa plana muy muy plana…y un alojamiento en las nubes, ¿para qué frenar el sueño?.

El asunto es sencillo pero no simple. Se podría vivir con menos si vivir costara menos. Pero esa no es la realidad.

Entre tanto, por favor, no me tomen el pelo con teorías alternativas que no tienen fundamento real. Eso no es una alternativa, es una utopía, y nadie que conozca lo ha logrado sin que le corten el cuello, gratuitamente . Ya me lo corto yo, gracias.

Las revoluciones, trágicamente, no las hacen quienes quieren, sino quienes pueden. Los albergues están repletos de personas decrecidas. Y creo que no tienen lista de correo para recibir convocatorias.

martes, 11 de enero de 2011

No smoking no drinks

Habíamos salido a fumar tras mi tercera cerveza y su segundo ron.
Desde la puerta del garito, donde habilitaron un cenicero con estética
de los 60, se escuchaba la música. Algo de jazz, no recuerdo bien qué.
Entonces el tipo se atravesó, se nos echó encima, literalmente.
Me han echado, dijo, por querer bailar. Nos reímos. Para bailar ve al Soul,
estamos en el Jazz, y en este local no se baila.
A 100 metros tienes uno en que sí, y tal vez no te echen.
No sé cuantas copas llevaba, pero a juzgar por su tambaleo, demasiadas.
Dando traspiés nos relató episodios de su vida que escuchamos con aparente
desinterés.
No quisimos ser desagradables con una persona semiconsciente, pero le
invité a dejarnos continuar la conversación en que andábamos inmersas,
y desestimó, también amablemente, la invitación. En lugar de marcharse,
tejió una historia sobre nosotras. Sus preguntas no sé si estaban orientadas,
las respuestas fueron sinceras, pero nada especial, entiendes? sí, y tú, también.
Y de repente, se convirtió en una especie de adivino. No preguntamos nada,
le mirábamos entre incrédulas y sorprendidas. El tipo hablaba como si
conociera nuestros mayores temores y anhelos. Advirtiendo, pronosticando...
nos definió e hizo un retrato interior según dedujo con dos palabras.
Por un momento le dimos credibilidad pese a todo lo extraño que resultaba.

Al cabo, supongo que sólo se trató de un cúmulo de casualidades que
en su monumental ceguera, paradójicamente, le dotaron de una increíble
lucidez, y vislumbró en nosotras a dos semejantes, impares perdidas,
melancólicas y a medio camino de una borrachera.
Él ya la llevaba, esa era su ventaja.

El último viaje

"Dos criaturas insaciables y condenadas a la decepción"

"Piensa en cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche"
Suave es la noche, F. S. Fitzgerald.


La vida es una tremenda tirana. Una línea infinitamente tenue separa el placer del dolor más absoluto. Sin dramatismo, así, tranquilamente, en un momento crece como un globo y nos eleva incluso por encima de las nubes con forma de algodón de azúcar, y al instante siguiente, otra nube con aspecto de dragón nos arranca las vísceras de una dentellada.

Desde hace días siento frío, un frío glacial e insobornable , un frío errático desde el cerebro a los talones. Y con ese equipaje, hicimos nuestro último viaje. Exactamente igual al que fuera el primero. Al mismo lugar, por los mismos motivos, la misma distancia y en el mismo tiempo. Doce horas para atravesarnos a nosotras mismas. En aquel primer viaje nos encontramos, en este, nos separamos. Entre tanto, muchos viajes, demasiados para acabar en el mismo sitio. Mil kilómetros sin besos, sin caricias, sabiendo que a cada letrero de la autopista le correspondía un pedazo de dolor más certero. En el trayecto adjudicaba a cada lugar conocido un trozo de nuestra historia. Cada kilómetro consumido devoraba una parte del poco tiempo que nos quedaba. Y al final, conducías más deprisa, tenías ganas de llegar, y yo tuve ganas de abrir la puerta súbitamente y desaparecer en la cuneta. No quería regresar a mi vida sin ti. Me bajé del coche poco antes de llegar a casa, mi equipaje a estas alturas sólo era una pequeña bolsa con algo de ropa, los tapones para los oídos y el cepillo de dientes. El espacio que te ocupé durante casi dos años.

Es lo que me queda, eso y el mismo frío que me hiela las yemas de los dedos mientras escribo.

lunes, 10 de enero de 2011

Epílogo

Como cada mañana, desenterré los pasos y puse la cafetera.

Al levantar la taza las telarañas trazaron un interrogante que se deslizó

suavemente hacia el interior del líquido oscuro.

Bebí, hasta el fondo. No supe entonces que los pasos estaban

detrás de la oscura mancha de café derramada en la mesa.

Tracé un dibujo concéntrico, las gotitas salpicaban los pasos y viceversa,

una línea extraída por distracción me llevó a la cafetera, de nuevo.

Pero los pasos ya andaban lejos, entre la escalera de atrás y el deseo

que huyó en tu busca, desatendido o desatentado, qué sé yo.

Al atardecer, con las manos hundidas en las pestañas, quise mirar la calle.

Me quité las gafas de cerca, volé los ojos tras las ventanas de enfrente,

el aparcamiento, la acera mojada. Todos los coches eran tu coche. Todas

las curvas eran tu recorrido. Todo mi cerebro era tu piel. Todos mis dedos

eran tu humedad, todo el vacío era yo.

Soñé. Y al despertar, volví sobre la mancha de café e intenté dibujar otra figura.

Y todas eran las cicatrices de tu espalda.