Como cada mañana, desenterré los pasos y puse la cafetera.
Al levantar la taza las telarañas trazaron un interrogante que se deslizó
suavemente hacia el interior del líquido oscuro.
Bebí, hasta el fondo. No supe entonces que los pasos estaban
detrás de la oscura mancha de café derramada en la mesa.
Tracé un dibujo concéntrico, las gotitas salpicaban los pasos y viceversa,
una línea extraída por distracción me llevó a la cafetera, de nuevo.
Pero los pasos ya andaban lejos, entre la escalera de atrás y el deseo
que huyó en tu busca, desatendido o desatentado, qué sé yo.
Al atardecer, con las manos hundidas en las pestañas, quise mirar la calle.
Me quité las gafas de cerca, volé los ojos tras las ventanas de enfrente,
el aparcamiento, la acera mojada. Todos los coches eran tu coche. Todas
las curvas eran tu recorrido. Todo mi cerebro era tu piel. Todos mis dedos
eran tu humedad, todo el vacío era yo.
Soñé. Y al despertar, volví sobre la mancha de café e intenté dibujar otra figura.
Y todas eran las cicatrices de tu espalda.
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