domingo, 18 de septiembre de 2011

El amor, el desamor y el ridículo

El dolor preciso, metamórfico, debería ser concebido como el escalón previo al olvido e inmediato antecesor al consentimiento a ser desollada, tal como escribía Sontag, a ver alejarse tu piel en manos ajenas, importa poco a quién pertenezcan las manos.
En la transmutación nos observamos. Como en una novela de Murakami estamos al otro lado de cámara, vemos cuanto hemos puesto en juego, pero el distanciamiento no mitiga el dolor.
El plano no es general, aunque se posea la capacidad de verlo todo, el plano es detalle secuenciado.
Uno tras otro aparecen con precisión los temores, las culpas, las situaciones no resueltas, los complejos... las preguntas.
¿La incapacidad para ser feliz con alguien es algo inherente a determinadas personas?
Quizá sea la manera más sencilla de justificar lo injustificable. Habría que explorar concretamente la generosidad hacia una misma, el perdón, el aprendizaje emocional, deficiente sin duda, ajustar los objetivos a las posibilidades y, desde luego, abordar la cuestión con cierto grado de pragmatismo. En este caso la pasión queda descartada como estrategia o medio para desarrollar una conducta coherente. Cabría también valorar los perjuicios que con toda seguridad se pueden apreciar al primer contacto, no obviar las alarmas, los mecanismos aprendidos en años de relaciones no son banales. Sin embargo, toda precaución es poca, se desactivan con facilidad. Entonces ¿qué hacer?
Llevo meses calculando las pérdidas, el saldo no es nada desdeñable. Déficit de autoestima, superávit de rabia convertida en tristeza, y frustración para llenar varios libros.
Lo único que puedo hacer, paradójicamente me aconseja ella, es aceptar. Aceptar nuestra incapacidad para resolver la relación. Es decir, cerrar por quiebra, sin reajustes, más que eso, con amplios desajustes.
Visto así, podríamos estar hablando de un negocio que ha salido mal, de un proyecto desestimado o de una oposición que no hemos podido aprobar, sin embargo, encajar la derrota en este ámbito resulta tremendamente doloroso.
Creo que los cerebros acostumbrados a ciertas dosis de abismo cotidiano son proclives a la confianza, al riesgo desmesurado. Y la conclusión es devastadora.
La razón intenta ampararse en las pistas que seguí para llegar aquí. Pero si esas pistas o señales fueron falsas, no queda más remedio que admitir el autoengaño, y admitirlo me lleva a otra señal inequívoca, mi razón estaba en otro lado mientras todo esto ocurría.
Sea como sea, lo que me queda claro es que Benedetti no estaba del todo en lo cierto -discúlpeme sr. B.- al afirmar que "en el amor no existen posturas ridículas". El asunto sería que como en el amor el ridículo resulta inevitable, en el desamor se busca desesperadamente la manera de justificarlo, sólo para no seguir haciendo el ridículo.

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