El mito del
ascensor o atravesar las entrañas de un edificio sin percibir apenas un latido
templado de espera.
Este mito no es
una mentira directa sino una ficción del pensamiento - como siempre- que
explica, mejor que otras teorías, la manera de estar en el mismo sitio y al
tiempo, trasladarse. El sentido se pierde igual que la conciencia de estar en
un lugar distinto cada vez, con cada piso traspasado, dejado atrás, inexplorado. El territorio se aniquila en el instante de pulsar el destino: piso 40, por ejemplo.
Los demás niveles no quedan superados, hemos atravesado la línea divisoria sin
entenderlos. Curioso invento.
En la vida
sucede igual. Puentes ocasionales que se disponen a nuestro alcance y nos
invitan a lugares trazados al otro extremo. La historia reviste cierta
impostura. Nos dejamos llevar allí ignorando
el presente continuo del ascensor y la secuencia completa del devenir de las
cosas. Atravesamos el perfil de acero anhelantes de cambio, de conquistar el
cielo de la estructura, afanados en contener el intenso latir del tiempo,
perderíamos tanto? Y una vez
llegamos, el espacio nos embalsama inconscientes del tránsito, sólo somos parte
– a lo sumo- del índice que señaló el nivel.
Sucede también
que, en base a esa inconsciencia, en ocasiones, salimos del ascensor sin percibir
que no hemos variado de planta.
Cabe fingir,
como en una toma falsa, que el error fue a propósito. Cabe casi cualquier
opción, salvo asumir que no manejamos.
Vivimos, sin
embargo, a merced de pisos que transitamos porque sí, lejos de anhelos reales,
ocupados en merodear por las orillas del tiempo e incapaces de poseerlo.
Echando de menos la sensación de difuminar los contornos de la tristeza a base
de caminos inverosímiles pero veraces, como la ingenua felicidad de adquirir
para siempre el derecho proustiano a la magdalena de la infancia, el revivir
diario de los puentes transitados bajo la premisa ilusoria de que una vez al
otro lado, la calma será una prerrogativa sin salvedades. Pero no, porque para
eso se inventaron los ascensores, para viajar sin ver ni ser vistos, para aletargar la
metamorfosis y rescatarnos en el último piso, como si nada, pasando de largo
ante los espejos del mismo lugar
que nos envuelve en un halo constreñido y alerta.
Extraño a
Magritte, añoro sus visiones imposibles de imágenes especulares libres. Del
otro lado, la espalda translúcida donde encajaría, perfectamente, la concavidad
de un abrazo de frente o de espaldas, la mirada circundante de dirección
revocada. Añoro un lugar donde el ascensor me devuelva el rastro de un perfume
olvidado, el rostro del deseo en el índice que pulsa en el tablero de mandos el
piso acertado. Subir, como en los elevadores del Museo Reina Sofía,
viendo pasar la vida ante mis ojos en un mediodía lluvioso y soñoliento. El tiempo transparente, y, bajo los
pies, sólo el cristal prestado de esos días, hermosos como la superficie del
agua.