Imaginaba que en la edad madura las relaciones
serían más sencillas, se nos
presupone cierta destreza. En realidad, ocurre como con cualquier otro presupuesto, a veces se acepta y otras
resulta un fiasco.
Hacer, pienso, hacemos lo que
creemos conveniente, quizá ese sea el error. “Lo conveniente” sin matizar, es
un término de por sí ambiguo dependiendo de cada cual. Lo conveniente puede ser
la franqueza, la precaución, la honestidad… para otras personas puede ser
dejarse llevar y permitir que fluyan las emociones. En ocasiones, “dejar fluir”
aloja la trampa de quien no sabe lo que quiere. Y aquí el segmento oscila entre
quienes buscan salvarse, olvidar o experimentar. En cualquier caso, creo que todo está condicionado. No
venimos de la nada aunque desconocemos “el todo” de quien tenemos enfrente.
Hemos de suponer que “su todo” se articula, más o menos, del mismo modo que el
nuestro: desamores, crisis, relaciones frustradas, mitos… y toda la
parafernalia amorosa o sexual que queramos añadir, que, se verbalice o no,
existe. Y no es un alien proveniente del espacio exterior sino una estructura
sumamente compleja que se creó a base de sueños - algo no negociable- ,
frustraciones, deseos, pasados … ¿cuánto más hay ? La casualidad… esa doble
luna que casi nadie ve, salvo que
se coincida con Murakami en 1Q84.
Las personas se encuentran al
azar¿!? Conectan por afinidad o necesidad. La afinidad marca pautas confusas hasta en el cerebro más
entrenado. La necesidad suele estar detrás, esperando el momento de cubrir vacíos o saciar sed, hambre…
compartimentos cerrados durante un tiempo para abrir después sin aviso,
ansiando quizá que alguien adivine…
deseando adivinar quién, o magia, o el milagro de los peces... La necesidad tiene pulso propio, independiente. Sea cual sea el frente, actúa
alterando la percepción o encauzándola hacia un estrato diferente al que la
razón dicta. Una disquisición estéril. La respuesta siempre quedará oculta.
Continuamos con la torpeza
proverbial que vertebra cada una de las relaciones.
Amarillean las cartas de amor,
los versos de Pessoa… la receta se sazona con especias llegadas de lugares
lejanos y/o virtuales, no sólo metafóricamente; emplatamos como podemos tras refreír lo que queda en la memoria-despensa; presentamos la casquería como
especialidad de la casa, error: las entrañas no son aptas para todos
los paladares. La suerte será desigual. Podemos deconstruir una calabaza en
crema de retruécanos y fundue de chocolate, incluso congelar el ambiente sin necesidad de nitrógeno líquido, pero igualmente acabaremos con el
estómago vacío.
Si a pesar de todo seguimos
teniendo ganas de comer, cabría valorar una bipolaridad no diagnosticada o una
inclinación masoquista a prueba de desengaños.
No hay receta para una buena
relación ni para una mala, pese a distinguir los ingredientes dañinos. La
cuestión, nada desdeñable, radica en que sólo puede valorarse
después. Y “después” no es una coordenada matemática, inalterable y objetiva. Después es para unos el principio del proceso cognitivo mientras para
otros es el final. Puede ser la diferencia entre atiborrarse o ingerir aquello que toleramos. Entre
conocer y no, entre caminar antes de correr o lacerar un músculo saltando sin
medida.
Poder, podemos trufar las
relaciones a voluntad, prerrogativa nuestra que las inventamos siempre en
confrontación con la invención “del
otro”, ambas sin consensuar.
Las patatas con vinagre siempre
serán eso: algo elemental para paladares acostumbrados a manjares sencillos.
Las circunstancias obligan a probar algunas recetas nuevas. Me agrada, siempre
que no incluyan un ingrediente indeseable.
Eso sí, en la madurez he
comprobado que una aparente exquisitez puede ir envenenada o unas patatas con
vinagre presentarse engalanadas hasta confundirse.
No es falta de pasión, pero a veces es mejor
levantarse de la mesa.
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