miércoles, 16 de julio de 2014

Comer, beber, no amar


Imaginaba  que en la edad madura las relaciones serían más sencillas,   se nos presupone cierta destreza. En realidad, ocurre como con  cualquier otro  presupuesto, a veces se acepta y otras resulta un fiasco.
Hacer, pienso, hacemos lo que creemos conveniente, quizá ese sea el error. “Lo conveniente” sin matizar, es un término de por sí ambiguo dependiendo de cada cual. Lo conveniente puede ser la franqueza, la precaución, la honestidad… para otras personas puede ser dejarse llevar y permitir que fluyan las emociones. En ocasiones, “dejar fluir” aloja la trampa de quien no sabe lo que quiere. Y aquí el segmento oscila entre quienes buscan salvarse, olvidar o experimentar. En cualquier caso, creo que todo está condicionado. No venimos de la nada aunque desconocemos “el todo” de quien tenemos enfrente. Hemos de suponer que “su todo” se articula, más o menos, del mismo modo que el nuestro: desamores, crisis, relaciones frustradas, mitos… y toda la parafernalia amorosa o sexual que queramos añadir, que, se verbalice o no, existe. Y no es un alien proveniente del espacio exterior sino una estructura sumamente compleja que se creó a base de sueños - algo no negociable- , frustraciones, deseos, pasados … ¿cuánto más hay ? La casualidad… esa doble luna que casi nadie ve,  salvo que se coincida con Murakami en 1Q84.

Las personas se encuentran al azar¿!? Conectan por afinidad o necesidad.  La afinidad marca pautas confusas hasta en el cerebro más entrenado. La necesidad suele estar detrás, esperando el momento de cubrir vacíos o saciar sed, hambre… compartimentos cerrados durante un tiempo para abrir después sin aviso, ansiando quizá que alguien adivine…  deseando adivinar quién, o magia, o el milagro de los peces... La necesidad tiene pulso propio, independiente. Sea cual sea el frente, actúa alterando la percepción o encauzándola hacia un estrato diferente al que la razón dicta. Una disquisición estéril. La respuesta siempre quedará oculta.

Continuamos con la torpeza proverbial que vertebra cada una de las relaciones. 
Amarillean las cartas de amor, los versos de Pessoa… la receta se sazona con especias llegadas de lugares lejanos y/o virtuales, no sólo metafóricamente; emplatamos como podemos tras refreír lo que queda en la memoria-despensa; presentamos la casquería como especialidad de la casa, error: las entrañas no son  aptas para todos los paladares. La suerte será desigual. Podemos deconstruir una calabaza en crema de retruécanos y fundue de chocolate, incluso congelar el ambiente sin necesidad de nitrógeno líquido, pero igualmente acabaremos con el estómago vacío.  
Si a pesar de todo seguimos teniendo ganas de comer, cabría valorar una bipolaridad no diagnosticada o una inclinación masoquista a prueba de desengaños.

No hay receta para una buena relación ni para una mala, pese a distinguir los ingredientes dañinos. La cuestión, nada desdeñable, radica en que sólo puede valorarse después. Y “después” no es una coordenada matemática, inalterable y objetiva. Después es para unos el principio del proceso cognitivo mientras para otros es el final. Puede ser la diferencia entre atiborrarse  o ingerir aquello que toleramos. Entre conocer y no, entre caminar antes de correr o lacerar un músculo saltando sin medida.

Poder, podemos trufar las relaciones a voluntad, prerrogativa nuestra que las inventamos siempre en confrontación con la invención  “del otro”, ambas sin consensuar.

Las patatas con vinagre siempre serán eso: algo elemental para paladares acostumbrados a manjares sencillos. Las circunstancias obligan a probar algunas recetas nuevas. Me agrada, siempre que no incluyan un ingrediente indeseable.

Eso sí, en la madurez he comprobado que una aparente exquisitez puede ir envenenada o unas patatas con vinagre presentarse engalanadas hasta confundirse.
No es falta de pasión, pero a veces es mejor levantarse de la mesa.








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