domingo, 25 de septiembre de 2011

Toxicidad III

4:20 AM. Me despierta un dolor imprevisto. A estas horas suelo
estar a merced de la amnesia obligada del sueño. Hace frío,
por fin, pero no es el frío lo que me ha despertado. Entre mi piel
y tu inconsciencia se ha clavado algo. Retiro con cuidado la
sábana y ahí está, alojado apaciblemente, tu último sms:
"te echo de menos, pero no es nada".
Lo extraigo como puedo, aunque no es fácil. Me levanto a fumar.
Pienso en buscar en el diccionario el verbo echar-de-menos, por si
me he perdido algo y durante las últimas horas las palabras han
cambiado de significado. Puede que haya habido un terremoto
semántico. No sé.
Intento entender por qué esa pequeña secuencia de palabras se
me clava en el costado y me molesta.
La nada existe, estoy segura, pero el contexto es importante,
y en este, precisamente, lo uno contradice a lo otro.
Me pregunto por qué usar el lenguaje de un modo tan arbitrario.
Estoy cansada de adivinar los significados opuestos,
las contradicciones y el ilógico reparto de responsabilidades sobre
lo que se dice. Mejor callar, sencillamente, y dejar que el sueño
haga su trabajo y acomode poco a poco al olvido. Es complicado
conciliar el deseo con la nada si ésta viene trufada de ambigüedad.
Sólo ansío la nada que no me das, el vacío. Y que al desaparecer
te lleves el principio de contradicción que con tanto esmero
has acuñado para todas las palabras que, pese a quién pese,
tienen significado propio en contextos transparentes.
Porque echar de menos, no es nada.


viernes, 23 de septiembre de 2011

Toxicidad II

Intento vivir el momento. Y el momento es que mientras limpio la casa pongo
la cafetera y enciendo un cigarro. En el mismo espacio comparto cuaderno,
café, limpiacristales y todo lo que suele haber sobre la mesa.
A pesar de que tengo puestos los auriculares, escucho los vaivenes de la lavadora.
Me quedo mirando el ramillete de flores de poleo que conservo desde el
verano pasado. Creo que son las únicas flores secas que no le recuerdan
a la muerte. Voy a tirarlo.

Al final, como en cada historia vivida, quedan multitud de "hilos"
(querida Chantal) que nos remiten, inexorablemente, a plantear de nuevo
nuestra incapacidad para amar y a volver al fantasma de la persona perfecta
que habita en cada cual según los referentes, experiencias, pragmatismo...
género? Estoy convencida de que no existe "la persona ", y si existiera,
quedaría pendiente - además de encontrarla- la cuestión
casi irresoluble de que seamos "su persona". Labor incierta, cuando menos.

Los "hilos" sueltos terminan alrededor de nuestro cuello, intentando
ahorcarnos con los propios lazos que tejemos para evitar que las personas
que amamos desaparezcan de nuestras vidas.

martes, 20 de septiembre de 2011

Toxicidad I

En el mismo instante de abrir los ojos me intoxico.
Café, cigarro y tu nombre colgado del último hilo del sueño.
¿Qué haces ahí todavía? Tengo que trabajar.

Agnes. Claudia Faci

"La belleza no es una cualidad fija, es una diálogo en curso"

Curtis White


Cuando entré en la sala apenas veía por donde caminar. Oscuridad casi total.
La obra había comenzado. Bromeé con el técnico de sonido. Realmente temía
tropezar con alguien. Tanto miedo a tropezar, a equivocarme...la broma es sólo el mecanismo del miedo.
Ella, Claudia- Agnes--Chantal, interpretaba un texto sobre el infinito.
Recordé el verso de Chantal Maillard, "el infinito no existe, el infinito es
la sorpresa de los límites".
Empecé a trabajar. Buscaba algo de luz que me permitiera enfocar las fotos. Encuadraba su cuerpo, sus manos... de repente se movía, se removía poseída por una fuerza motriz bestial, no sé si era feliz o agonizaba. Giraba alrededor del escenario, ninguna parte de su cuerpo permanecía inmóvil. Yo, de momento, intentaba hacer mi trabajo, aún no me había captado.
La luz y sus movimientos me hacían difícil continuar, y comencé a escucharla.
Cantaba, bebía, fumaba, bailaba. A veces ¿era ella? a veces era yo.
Bailaba en medio de una luz rojiza, casi en penumbra. Se desnudó en una esquina del escenario, sin artificios, piel, cicatrices, hermosa y vulnerable. Cambió de vestido. En ese justo momento me adivinó entre las sombras, me delató y no pude seguir trabajando. No sé si estaba en el guión. Lo dudo.
Aunque ahora se movía para mi, para mi cámara, el rubor hizo que me sentara y soltara el equipo en la silla de al lado. Ya sólo pude escuchar, ver, y dejarme embargar por su propuesta.
Adoptaba posturas comprometidas, obscenas - según para quién-, se revolvía, era completamente libre en aquel escenario de pocos metros. Rellenaba su copa, fumaba de nuevo, evidenciaba quien era, y era, como cualquier mujer de la sala. Era todas las mujeres. Ridícula, impetuosa, seductora, lúcida, irónica... Mortalmente real. Imagino que alguien pensó que era excesiva¿?.
No, en absoluto. Condensar en pocos minutos tanta emoción no es fácil. No hubo exceso, no para mi. Frustración, deseo, muerte, desamor, pérdida...decía: ¿para qué anhelar ver el deseo convertido en una triste y rutinaria colada tendida al sol? Hablada de la convivencia, de los hilos, pensé, más que hilos. Ahora se rodeaba el cuello con el cable del micro, vivir con la soga al cuello, la realidad es la soga al cuello.
Mientras compartía su botella de cava con algunos espectadores, desveló un deseo que albergaba, un milagro: que alguien, al final de la obra, la besara. Al terminar, sin moverse de la silla, la besó toda la sala. Yo, al menos, lo hice. Profundamente.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El amor, el desamor y el ridículo

El dolor preciso, metamórfico, debería ser concebido como el escalón previo al olvido e inmediato antecesor al consentimiento a ser desollada, tal como escribía Sontag, a ver alejarse tu piel en manos ajenas, importa poco a quién pertenezcan las manos.
En la transmutación nos observamos. Como en una novela de Murakami estamos al otro lado de cámara, vemos cuanto hemos puesto en juego, pero el distanciamiento no mitiga el dolor.
El plano no es general, aunque se posea la capacidad de verlo todo, el plano es detalle secuenciado.
Uno tras otro aparecen con precisión los temores, las culpas, las situaciones no resueltas, los complejos... las preguntas.
¿La incapacidad para ser feliz con alguien es algo inherente a determinadas personas?
Quizá sea la manera más sencilla de justificar lo injustificable. Habría que explorar concretamente la generosidad hacia una misma, el perdón, el aprendizaje emocional, deficiente sin duda, ajustar los objetivos a las posibilidades y, desde luego, abordar la cuestión con cierto grado de pragmatismo. En este caso la pasión queda descartada como estrategia o medio para desarrollar una conducta coherente. Cabría también valorar los perjuicios que con toda seguridad se pueden apreciar al primer contacto, no obviar las alarmas, los mecanismos aprendidos en años de relaciones no son banales. Sin embargo, toda precaución es poca, se desactivan con facilidad. Entonces ¿qué hacer?
Llevo meses calculando las pérdidas, el saldo no es nada desdeñable. Déficit de autoestima, superávit de rabia convertida en tristeza, y frustración para llenar varios libros.
Lo único que puedo hacer, paradójicamente me aconseja ella, es aceptar. Aceptar nuestra incapacidad para resolver la relación. Es decir, cerrar por quiebra, sin reajustes, más que eso, con amplios desajustes.
Visto así, podríamos estar hablando de un negocio que ha salido mal, de un proyecto desestimado o de una oposición que no hemos podido aprobar, sin embargo, encajar la derrota en este ámbito resulta tremendamente doloroso.
Creo que los cerebros acostumbrados a ciertas dosis de abismo cotidiano son proclives a la confianza, al riesgo desmesurado. Y la conclusión es devastadora.
La razón intenta ampararse en las pistas que seguí para llegar aquí. Pero si esas pistas o señales fueron falsas, no queda más remedio que admitir el autoengaño, y admitirlo me lleva a otra señal inequívoca, mi razón estaba en otro lado mientras todo esto ocurría.
Sea como sea, lo que me queda claro es que Benedetti no estaba del todo en lo cierto -discúlpeme sr. B.- al afirmar que "en el amor no existen posturas ridículas". El asunto sería que como en el amor el ridículo resulta inevitable, en el desamor se busca desesperadamente la manera de justificarlo, sólo para no seguir haciendo el ridículo.