jueves, 26 de febrero de 2009

Cronograma de una reanimación.

Entré al quirófano a las 08.23. No tuve dudas, y la doctora tampoco las mantuvo. La amputación era la única salida, esa o morir, y bueno, estaba claro que morir no. Yo, al menos, eso es lo que pensaba. Anduvimos ahí, terciando, anestesia parcial o total...al principio se trataba de que doliera menos la amputación y poco a poco se trató de explicar por qué había de amputarse esa parte de mi que habitabas. Reconstruí momentos de hace no demasiado tiempo, la enfermedad es reciente, busqué causas, motivos de contagio, intenté medidas menos drásticas, pero igual no hubo resultados, al menos visibles, claro. Al cabo de los meses, la herida era tan brutal como un brazo cortado excepto por unos nervios que lo mantienen ahí, balanceándose mientras se desangra, despacio, a la vista del resto de extremidades, y en tanto éstas opinan y valoran qué está pasando. En el momento final, apenas vislumbrando el bisturí, grité u oí tu grito, no sé, pero de pronto mi brazo está conmigo, algo desangrado, un tanto débil, exhausto quizá por la batalla librada, acerqué la mano y besaste mis dedos.
Mordiste despacio, de manera cómplice, mi piel notó tus dientes, tu sonrisa, acaricié tu rostro en el fragor de esta mañana ardua como un temblor de tierra, tus ojos caramelo, debajo de tus lentes, tu risa, casi libre, tus labios, rojos, tiernos, queribles... nos cruzamos de nuevo, y el bisturí cayó al suelo resbaladizo como algunas palabras.
Adrenalina o epinefrina, endorfina, qué sé yo, cualquier palabra del argot médico que me deje en tus besos me vale, y cualquier pequeña muerte que me lleve a tus brazos, también.

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