martes, 7 de agosto de 2012

Anatomía


Escotadura supraesternal, ese lugar del cuello…
Lo había olvidado hasta que volví a ver "El paciente inglés" (Anthony Minghella, 1996) hace unos días.
Yo no le pediría al rey que esa parte del cuerpo llevara mi nombre, sino que desearía quedarme a vivir ahí. No sé qué resulta más ambicioso. En cualquier caso, ambas opciones responden a un modo nada pragmático de entender la vida, soy consciente.
La película en cuestión me pareció en exceso dramática, como un viejo bolero que nunca se olvida y siempre hiere; se asemeja demasiado a los deseos no cumplidos, los que perviven a pesar del tiempo transcurrido.
Al cabo de los años, el film es el mismo, yo, no.
Aún recuerdo que un día quise vivir en la escotadura supraesternal de una mujer. Pese a todo, en mi historia no hay nazis, ni ella muere en la Gruta de los Nadadores, no hay guerra, la casa es confortable, el aire acondicionado funciona, hay suficiente agua y... me pregunto qué habrá sido de la escotadura.
Según avanzo en el libro que me ocupa estoy más en sintonía con la autora: las grandes expectativas nunca se cumplen, siempre quedan encalladas en meros deseos, sin más.
La consecuencia de apreciar las pequeñas cosas de la vida, el tópico que tarde o temprano todo el mundo repite, no es más que resignarse a comer patatas con vinagre porque no es posible degustar fantásticos manjares a diario, como diría, en tono más estoico, Lord Byron. Sin embargo, cuando pienso en el lugar perfecto para vivir, me viene la imagen de la escotadura supraesternal: donde tomar una copa fría en verano o escuchar como crepita el fuego en invierno. La escotadura, sin duda, previene el mal humor y nos repara del inefable paso del tiempo, calma la ansiedad y reconforta de los sinsabores. Debieran recomendarla en los manuales de vida sana junto a las proteínas vegetales y las vitaminas. Cantidad diaria : a voluntad, y no estoy bromeando. De no ser así, una puede ir al cine con asiduidad, refugiarse en escotaduras pasajeras o paraísos alternativos. 
Estoy convencida de que a L. Almásy le pesó más haber perdido la escotadura de K. Clifton que las quemaduras mortales que padecía. Comprensible, la escotadura es esencial.

“Morimos, morimos ricos en amantes y tribus, cuerpos en los que nos sumergimos como si nadáramos en un río, miedos en los que nos refugiamos como en esta triste gruta. Quiero todas esas marcas en mi cuerpo… Sé que vendrás y me llevarás al Palacio de los Vientos”, escribió K. Clifton en su cuaderno... y no tuve ocasión de continuar anotando.

Queda claro que con el tiempo una puede acostumbrarse a vivir en cualquier otro sitio, todo depende del horizonte de expectativas, pero ninguno tendrá el mismo poder de recrear el deseo ávido de otra piel... Ese queda reservado a la caricia de las dunas con luz rasante.

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