Con el paso de los días, las semanas, los meses, la lluvia de tornó insoportable. El alivio de los pantanos desbordó el río al que miramos con admiración y temor. El río, mi lugar preferido de la ciudad, emblema de todo lo que fluye, de lo poco que siento fluir en este espacio cercado por la sierra, acotado, se convirtió de pronto en motivo de alarma, anegó tierras e inundó casas. Se llevó por delante las cosechas y los proyectos. El río, mi aliado, mi adorado, se volvió violento, crudo, la corriente bajaba con tanta fuerza que engullía todo a su paso. Cuando el nivel del agua bajó apenas unos centímetros, contemplamos como troncos de árboles enormes se habían quedado enganchados en los arcos del puente, ofreciendo una visión extraña, igual que los patos que ahora chapoteaban por los lugares habituales de nuestros paseos, nadaban entre los bancos del parque, asolados por toda la masa de lodo y ramas que arrastró la corriente.
Aquel invierno, sin duda, debieron aumentar los suicidios. Durante meses de lluvia perdimos la capacidad para disfrutar del aire, de la luz, del contacto exterior. Aún sin haber perdido nuestras casas o vernos afectados de un modo más trágico, nos volvimos huraños y desconfiados. Siempre mirando al cielo, maldiciendo, siempre con alguna tarea pendiente, cambiar el limpiaparabrisas, secar la ropa que llevaba días húmeda, llamar a la compañía de seguros para arreglar la gotera...Durante aquel invierno nos volvimos infelices. No sé si fue culpa de la lluvia, sólo que la lluvia era el aderezo de toda esa tristeza.
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