Estoy
aquí, justo en la habitación de al lado. Pese a los tapones de silicona escucho
el respirador artificial marcando un ritmo extraño, tu sueño se acompasa tras
dos calmantes, un parche de morfina y dos lorazepanes. Llevé en mi mochila todo
lo necesario. Libro, papel, lápiz, teléfono, música, incluso una botellita de
Jack Daniels, por si la ocasión lo requería. En la percha de mi improvisada habitación se acumulan las
bolsas con los pijamas de cada cual. Es curioso, todas son negras, hay que
abrirlas para descubrir quien se enfundará esa noche el traje de cuidador-a.
Finalmente, escojo un libro de la estantería, uno de los pocos que dejé al
marcharme, hace 30 años, para que no me echaras de menos, para que supieras que
un día volvería a recogerlo: La muerte de Iván Illich, de Tolstoi. Leo hasta
caer rendida. En lo más profundo del sueño me despierta una melodía aún ajena,
un soniquete a medias entre el toque de diana y la banda sonora de un western,
parece que hay que llamar a la caballería. Sin saber donde estoy, me levanto. Esperas paciente. Tomo tu mano y te llevo al baño. Papá, en la cama
de al lado, pregunta invariablemente qué hora es, me sonrío, no llevo reloj, qué
más dará, ¿es que tienes una cita?
Puede que sean las 3 de la mañana.
Volvemos
de la mano con pasos cortos y torpes. Te coloco el oxígeno y te
arropo. La misma operación horas después, la misma pregunta sobre la hora,
busco un reloj, las 6,30. De regreso a la habitación ya no concilio el sueño. Dejo el
pijama en su bolsa correspondiente . Aún dormirás tres horas más y necesito irme a casa.
Atravieso las avenidas en la moto, el tráfico
es escaso y la temperatura agradable. Sé que es imprudente, pero debajo del
casco llevo los auriculares y suena un tema de Asa, Fire on the mountain, me olvido de Iván Illich y de la bolsa
negra con mi pijama.
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