Cincuenta
minutos.
No se trata
tiempo. Es un cheque al portador para correr sin pensar en el dolor de huesos,
la edad, la temperatura, los mosquitos, el tabaco o el vino de la noche
anterior.
Para no escuchar
a Damien Rice o Iyeoka, sino a Bruce Sprinsgtein, The Pretenders, Lily Allen,
Al Jarreau, St. Germain, siempre que intensifiquen mi ritmo.
Cincuenta
minutos extensibles los fines de semana, cuando no me reclama el desayuno que
preparo para otros de lunes a sábado.
Me alejo de los exámenes, del trabajo, del dolor que a veces me produce
vivir, porque hay una prioridad, correr ( o salir corriendo, si imprimo a esto
algo de humor). Y no lo mide el tiempo, sino los temas que suenan en el Ipod.
El recorrido varía, pero sé que cuando llego a Nina Simone llevo una hora
corriendo: My way, es superior a la versión de Sinatra desde muchos puntos de
vista.
Hay cosas que
sólo pueden verse si una sale a correr junto al río en invierno. Es la luz o la
falta de ella, los reflejos de la luna en el agua, los edificios, todo se
transmuta cuando el frío hace que los ojos lagrimeen, las visiones son más
parecidas a los sueños que a las realidades. En verano es distinto. Algunas
mañanas la luna me prende desde que salgo y al dar la vuelta al puente
encuentro un sol turgente que arremete contra el perfil de los edificios, es
casi un juego de poder. Sí, no es nada nuevo, pero lo es, el hecho de que
ocurra a diario no significa que la conciencia lo perciba.
Volviendo a la
carrera, hay un momento que nunca cambio pese al recorrido dispar: el final. Me
gusta acabar junto a un parque
infantil donde hay una fuente. Mientras se ajustan mi respiración y mis
músculos bebo y observo el ritmo de la mañana, reconozco a cada cual, sus
perros, sus andares, su devenir. No sé nada pero sé. Horarios, nombres de
animales, rutinas… la mujer que contempla el amanecer desde una esquina
apartada, la dueña de los perros Nela y Luki, la chica de ojos verdes que me clava la mirada desde que
aparezco y estalla en risa cuando nos saludamos… tengo que pedirle el teléfono
o un día la risa me hará caer…
Todo esto me
hace pensar en cuanto he odiado las rutinas a lo largo de mi vida. Los
trabajos, las relaciones… todo se convierte en rutina, o somos nosotros…
probablemente.
Adaptarse a un
esquema forma parte de la existencia, con mayúsculas, y quizá sea ese uno de
mis mayores problemas. Cuando algo deja de satisfacerme no hay rutina que
valga. Abandono. No deseo algo inmutable. Supongo que, intrínsecamente, se
corresponde con un modo de vida anárquico y egoísta, es posible. Sin embargo,
puedo adaptarme a las necesidades de otros sin grandes esfuerzos, lo que no
soporto es que eso forme parte de mi vida, que mis necesidades sean rutinarias,
que el placer sea rutinario porque deja de ser placentero por definición. Odio
que los proyectos comunes o individuales transformen los días en un conjunto de
binomios inseparables o arquetipos que podrían formar parte de un rótulo
publicitario.
Por varios
motivos entiendo que los ritmos varían y los seres humanos no son calcos.
Supongo que
cierto grado de disciplina es beneficiosa, pero sólo lo supongo, con serias
dudas y en programas personalizados.
Y, como ocurre
en las conversaciones, esto me lleva a valorar la cantidad de tiempo que
perdemos sólo para agradar, para intentar coincidir con lo que para otros es
“normal”. Tardaríamos menos en comprender las diferencias y aceptarlas tal como
se aceptan los cambios horarios en un viaje. ¿Es que acaso estar con una
persona u otra no ocasiona algo parecido al jet lag? Otro cuerpo, otras costumbres,
la diferencia forma parte del cambio. Nunca deseé estar en el ecuador de las
rutinas. Cada cual inclina la balanza hacia su preferencia singular y
exclusiva, sin embargo, nuestra torpeza carece de límites. Aspiramos a
encontrar a alguien que tenga exactamente la misma escala sin calcular la
consecuencia inevitable: en el sur los hilos se despliegan en tanto que en el
norte se congelan, y sólo es una observación climatológica.
¿Hasta dónde nos
puede llevar esa extraordinaria ceguera mental?.
Tal vez la
afinidad esté sobrevalorada. En realidad puede que se trate meramente de una
forma más o menos aceptable de reconocer que somos incapaces de adaptarnos al
ritmo vital o mental de otras personas.
Finalmente,
imagino que todo esto es más rentable para la autoestima que pensar que,
simplemente, somos unos tarados emocionales.
Pero sólo pienso
en esto después de correr, tengo cincuenta minutos de tregua, casi nada para
algunos, mi medida es otra.
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