domingo, 20 de octubre de 2013

CINE DE OTOÑO




Desde ayer me obsesiona una película, Casa de tolerancia ( Bertrand Bonello , 2011). Titulo original: L’Apollonide, Souvenirs de la maison close.

Había quedado para ver otra proyección, pero tenía tiempo y el tema parecía interesante: la vida en un burdel del siglo XIX.
La primera secuencia nos sitúa en un pasillo con numerosas puertas. Aún no sabemos nada del espacio interior o exterior. Del exterior no sabremos nunca. El tránsito por ese pasillo será uno de los ejes a lo largo de la película. No puedo describir los planos, sólo la he visto una vez, pero me conmocionaron las imágenes y las historias cruzadas que se suceden sin tregua.
Dejé a un lado, con sumo esfuerzo, reconozco, la cuestión no moral, sino ideológica, del debate siempre controvertido sobre la prostitución. Me enfrenté a la pantalla de la filmoteca a pulmón abierto, aunque el corazón saltó y las tripas me dieron señales de que aquel iba a ser un duro trago.
En escena, un grupo de mujeres jóvenes y hermosas encerradas en un ambiente modernista, bello y decadente, lujoso, hedonista. El contrapunto, un devenir de hombres: feos, guapos, jóvenes, gordos, viejos, ricos , enfermos de poder y aburrimiento. Ellos pueden ser todo. Ellas serán sólo y según cada uno de ellos.
Suelo escribir sobre películas o libros sin leer las críticas, no me interesa demasiado el aspecto formal o técnico, me interesa el arte desde una percepción vivencial, una experiencia estética con todas las connotaciones. Pero esta vez había leído el comentario previamente. Curioso leer en la hoja de sala como para el crítico “ las imágenes son frías, terribles y despiadadas”. Coincido en los dos últimos calificativos, de frías nada. Frías ¿ por qué? ¿Porque en los albores del siglo XX los incontenibles cambios sociales originan desazón en las clases privilegiadas? ¿ Porque el tedio los abruma?
En la pantalla asisto a un espectáculo desalentador. Una chica hace de muñeca, casi  hinchable pero con cerebro. El tipo la inclina y la penetra por detrás, como a una muñeca inexpresiva e inerte, pero eso es lo que él quiere, ella sólo desgrana parte de sus deudas con la dueña.
Un cliente desfigura a otra de las prostitutas, y mientras corta su rostro desde los labios hacia las mejillas, le pregunta si le gusta. Su aspecto queda marcado por la sonrisa inmutable del Joker, referencia ineludible. Más adelante, esta misma chica pasa a ser un animal extraño al que exhiben para recreo de los morbosos en otros burdeles, la mujer que ríe, una atracción de feria. Se suceden historias semejantes en dolor y falta de expectativas. La dueña es una madre de familia que preserva a sus hijos de los avatares de la fortuna: los gastos y las exigencias del propietario de la casa ocasionan que algunas chicas sean vendidas a otros burdeles, terrible para su economía, lástima. Utiliza sus contactos con clientes de la alta jerarquía para salir a flote. Nobleza paradójica.
El pasillo nos muestra de vez en cuando el ir y venir de las chicas de una habitación a otra, de un cliente a otro, a veces enumeran la cantidad de clientes del día, otras se aconsejan sobre cuestiones higiénicas o de salud, se abrazan, se cuidan. Pese  a todo, la sífilis aparece, la muerte también, pero casi es lo de menos.
A estas alturas  tengo el estómago en la garganta y la garganta anudada a no sé qué parte del cerebro. Esperar al final ¿ para qué? No habrá final, eso es más que obvio. Pero no puedo levantarme de la butaca.
En el salón de L’Apollonide se concentran los deseos y las frustraciones, y es una cuestión de género. Los deseos de los clientes revierten en progresión geométrica sobre las frustraciones de estas mujeres. Es imposible abstraerse como lo es no pensar en "Eyes Wide Shut" ( S. Kubrick, 1999) cuando se observan determinados planos, secuencias o escenografías. Igualmente fascina la iluminación, la atmósfera, hermosa y cruel a partes iguales. La desmesura del dolor contrasta terriblemente con la belleza formal. Pocas veces algo me cautivó tanto como me hirió. Pero las imágenes no tienen la prerrogativa de ser frías. En todo caso, quizá para quien observe esto desde un plano esquemático.
Premeditadamente hablo de la traducción del título, inapropiada y torpe. La tolerancia, se infiere, es permitir algo que no nos agrada pero consentimos por respeto a la diferencia esencial entre personas. De partida, y en el mejor de los casos, el término adquiere un uso limitado y discriminatorio. En el peor, se alude a la supremacía de una ideología determinada.
Me gustaría saber en qué momento de la historia de la humanidad la humillación, el dolor, la alienación, el abuso, la agresión y cuantos apelativos se deriven de éstos, empezaron a ser tolerados por parte de la clase progresista, entre comillas.
Ahora no encuentro mucha diferencia entre el trato que damos  a las prostitutas o a los monos: se les echa cacahuetes en las jaulas y todavía hay quienes opinan que lo hacen porque les gusta

La secuencia final muestra un París moderno en el que las prostitutas ocupan el mismo lugar, la esquina de una carretera, frontera entre siglos o aparcamiento eventual , da lo mismo. Y no es París, es cualquier sitio. No existen opciones, sí tolerancia. Ambigüedad formal en todas las maneras posibles. La sociedad evoluciona por parcelas cerradas, en términos obtusos y oscuros. El sexismo no encuentra barreras ideológicas ni temporales. Sobrepasa todos los límites, es más, parece infinito. Me jode infinitamente.

Aguanté hasta los créditos, no sabía si tomar agua o  vodka. 
A la salida encontré a la gente con que había quedado para ver la siguiente, “La bicicleta verde”, agradable y reivindicativa, según la sinopsis, pero mi cerebro estaba saturado de imágenes de mujeres llorando semen, y mi estómago, no digamos.

Ni el vodka consiguió alejar de mi esa imagen. Y sí, sólo era una película.

De regreso




Estoy aquí, justo en la habitación de al lado. Pese a los tapones de silicona escucho el respirador artificial marcando un ritmo extraño, tu sueño se acompasa tras dos calmantes, un parche de morfina y dos lorazepanes. Llevé en mi mochila todo lo necesario. Libro, papel, lápiz, teléfono, música, incluso una botellita de Jack Daniels, por si la ocasión lo requería. En la percha de mi improvisada habitación se acumulan las bolsas con los pijamas de cada cual. Es curioso, todas son negras, hay que abrirlas para descubrir quien se enfundará esa noche el traje de cuidador-a. Finalmente, escojo un libro de la estantería, uno de los pocos que dejé al marcharme, hace 30 años, para que no me echaras de menos, para que supieras que un día volvería a recogerlo: La muerte de Iván Illich, de Tolstoi. Leo hasta caer rendida. En lo más profundo del sueño me despierta una melodía aún ajena, un soniquete a medias entre el toque de diana y la banda sonora de un western, parece que hay que llamar a la caballería. Sin saber donde estoy, me levanto. Esperas paciente. Tomo tu mano y te llevo al baño. Papá, en la cama de al lado, pregunta invariablemente qué hora es, me sonrío, no llevo reloj, qué más dará, ¿es que tienes una cita?  Puede que sean las 3 de la mañana.
Volvemos de la mano con pasos cortos y torpes. Te coloco  el oxígeno y te arropo. La misma operación horas después, la misma pregunta sobre la hora, busco un reloj, las 6,30. De regreso a la habitación ya no concilio el sueño. Dejo el pijama en su bolsa correspondiente . Aún dormirás tres horas más y  necesito irme a casa.
Atravieso las avenidas en la moto, el tráfico es escaso y la temperatura agradable. Sé que es imprudente, pero debajo del casco llevo los auriculares y suena un tema de Asa, Fire on the mountain,  me olvido de Iván Illich y de la bolsa negra con mi pijama.