En
la ciudad la consigna era el juego. A veces éramos monstruos y otras personajes
de “La guerra de las galaxias” en pijama. T. reía constantemente, Sam reía y
preguntaba, reflexionaba sobre las respuestas y volvía a preguntar.
Yo,
reía, preguntaba y salía a fumar haciendo tiempo para entender las respuestas,
no las de Sam, las mías. Sam lo tenía claro.
En
noches sucesivas, la habitación de T. se metamorfoseó . En esta ocasión, era una estancia sobria con dos camas en las que repartí, de manera
desigual tanto el agotamiento como el estrés emocional de los últimos días. La
casa se hallaba en un pueblo cercano al mar donde no dejó de llover en todo el
tiempo. Desde el balancín de la terraza contemplaba las viviendas escalonadas en la
ladera mientras hacía bocetos del jardín y el huerto. La siguiente noche, la
habitación de T., semejante al camarote del capitán de un barco, me dejó con la
melancolía de la madurez y los sueños vencidos. Añoré la
primera habitación, en la que T. me inundó con su karma infantil, su risa, su
calma de niño adorado y la seguridad de sus juegos. De los sueños de la primera
extraje paz. De la segunda, consciencia.
Durante
tres días Sam continuó preguntando, en el jardín, en el huerto o en el frontón
que utilizábamos como improvisado campo de fútbol. ¿Por qué fumas? Mi respuesta
me dolió tanto que quise borrarla. Pero él lo entendió perfectamente. Me
abrazó, y de vuelta a casa, se quedó dormido en el coche. No pude despedirme de
él. Sin embargo, me despedí de la parte de mi vida que en aquellos días se
revolvió violentamente.
Las
habitaciones en que dormimos son testigos de fenómenos extraños y de los
cambios que se operan en nuestro interior, al tiempo que los sueños se
intercalan como agujas en un bastidor. En el haz aparecen los colores y la trama en
todo su esplendor, es en el envés donde se aprecian los nudos y la dificultad
del bordado. Y es, por definición, donde el bordado se transforma en un extraño
tatuaje de trazo irreconocible y dolor conocido, aunque sea,
definitivamente, el último dolor previsto.
"Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno", (Borges).