jueves, 30 de abril de 2015

El mito de los ascensores


El mito del ascensor o atravesar las entrañas de un edificio sin percibir apenas un latido templado de espera.
Este mito no es una mentira directa sino una ficción del pensamiento - como siempre- que explica, mejor que otras teorías, la manera de estar en el mismo sitio y al tiempo, trasladarse. El sentido se pierde igual que la conciencia de estar en un lugar distinto cada vez, con cada piso traspasado, dejado atrás, inexplorado. El territorio se aniquila en el instante de pulsar el destino: piso 40, por ejemplo. Los demás niveles no quedan superados, hemos atravesado la línea divisoria sin entenderlos. Curioso invento.

En la vida sucede igual. Puentes ocasionales que se disponen a nuestro alcance y nos invitan a lugares trazados al otro extremo. La historia reviste cierta impostura. Nos dejamos llevar allí ignorando el presente continuo del ascensor y la secuencia completa del devenir de las cosas. Atravesamos el perfil de acero anhelantes de cambio, de conquistar el cielo de la estructura, afanados en contener el intenso latir del tiempo, perderíamos tanto?  Y una vez llegamos, el espacio nos embalsama inconscientes del tránsito, sólo somos parte – a lo sumo- del índice que señaló el nivel.

Sucede también que, en base a esa inconsciencia, en ocasiones, salimos del ascensor sin percibir que no hemos variado de planta.
Cabe fingir, como en una toma falsa, que el error fue a propósito. Cabe casi cualquier opción, salvo asumir que no manejamos. 

Vivimos, sin embargo, a merced de pisos que transitamos porque sí, lejos de anhelos reales, ocupados en merodear por las orillas del tiempo e incapaces de poseerlo. Echando de menos la sensación de difuminar los contornos de la tristeza a base de caminos inverosímiles pero veraces, como la ingenua felicidad de adquirir para siempre el derecho proustiano a la magdalena de la infancia, el revivir diario de los puentes transitados bajo la premisa ilusoria de que una vez al otro lado, la calma será una prerrogativa sin salvedades. Pero no, porque para eso se inventaron los ascensores, para viajar sin ver ni ser vistos, para aletargar la metamorfosis y rescatarnos en el último piso, como si nada, pasando de largo ante los espejos  del mismo lugar que nos envuelve en un halo constreñido y alerta.

Extraño a Magritte, añoro sus visiones imposibles de imágenes especulares libres. Del otro lado, la espalda translúcida donde encajaría, perfectamente, la concavidad de un abrazo de frente o de espaldas, la mirada circundante de dirección revocada. Añoro un lugar donde el ascensor me devuelva el rastro de un perfume olvidado, el rostro del deseo en el índice que pulsa en el tablero de mandos el piso acertado. Subir, como en los elevadores del Museo Reina Sofía, viendo pasar la vida ante mis ojos en un mediodía lluvioso y soñoliento.  El tiempo transparente, y, bajo los pies, sólo el cristal prestado de esos días, hermosos como la superficie del agua.

domingo, 5 de abril de 2015

Ni una palabra


Ni una palabra.
A veces, ni una sola es necesaria.
Aunque no se prevea el desenlace, aunque duela siquiera imaginarlo,
no tiene un nombre o el nombre es prescindible.
Ninguna palabra  abarca el significado del tiempo contenido, el desaliento, el vacío. ..
Ni una palabra de alivio  ni otra que contrarreste el peso de la sombra,
ni un rescoldo de calor que amilane el témpano instalado en las sienes.
Atravesamos a menudo los umbrales del dolor extremo de otros, nos adentramos en las salas escogidas para la exhibición de una intimidad apta para transeúntes.
Se oyen murmullos lejanos, como un credo antiguo …
largos silencios arropados apenas por un apretón de manos, abrazos templados,
condolencias monocordes.
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Ni una palabra necesito ahora, dos meses después. 
Los armarios prestan ya un espacio victorioso, la casa aún cruje en sus adentros,
la fábula cedió ante el metal sonoro de los días.
No puedo escribir, he huido. Ya no me encuentro allí, donde esperabas mi abrazo
y yo, tu mejilla sin rasurar. Aféitate, papá, solía decirte, me gusta sentir tu piel cuando
no rasca la mía.
Y volvemos, siempre volvemos al principio, aunque ese volver se asemeje más a un
fugaz trampolín de salto hacia otro sitio. Otro sitio? Cómo saberlo?
En los últimos días no pudimos afeitarte, tus mejillas se contrajeron, aunque ignoraba si podrías oírme no dejé de hablarte, de contarte cosas, de besar tu blanquecino rostro apenas estampado por la barba canosa y persistente. Lo que más dolía eran tus ojos perdidos y brillantes, porque no sé si llorabas.

Guardé una corbata que me gustaba; unos pañuelos de tela que, además de ser tuyos, me hacen recordar el discurso de Herta Müller en la ceremonia de los Nobel sobre la emotividad encubierta; unas camisetas que te traje de alguna escapada a las ciudades que amo y una chaqueta que abrazo por las noches. Uno de los pañuelos simula un tablero de ajedrez, siempre lo llevo en la mochila, nunca lo uso, sólo quiero saber que está ahí, como en una partida constante. También conservo los dibujos que te hice durante esos días en el hospital, sobre el periódico del día tracé tu rostro, no sé por qué.

Nunca somos de otros, papá. Sólo no lo decimos por preservar esa tangencial oferta-posibilidad de independencia. 

Escogí tu último traje, y… llevabas un pañuelo.