jueves, 25 de julio de 2013

CINCUENTA MINUTOS


Cincuenta minutos.

No se trata tiempo. Es un cheque al portador para correr sin pensar en el dolor de huesos, la edad, la temperatura, los mosquitos, el tabaco o el vino de la noche anterior.
Para no escuchar a Damien Rice o Iyeoka, sino a Bruce Sprinsgtein, The Pretenders, Lily Allen, Al Jarreau, St. Germain, siempre que intensifiquen mi ritmo.
Cincuenta minutos extensibles los fines de semana, cuando no me reclama el desayuno que preparo para otros de lunes a sábado.  Me alejo de los exámenes, del trabajo, del dolor que a veces me produce vivir, porque hay una prioridad, correr ( o salir corriendo, si imprimo a esto algo de humor). Y no lo mide el tiempo, sino los temas que suenan en el Ipod. El recorrido varía, pero sé que cuando llego a Nina Simone llevo una hora corriendo: My way, es superior a la versión de Sinatra desde muchos puntos de vista.
Hay cosas que sólo pueden verse si una sale a correr junto al río en invierno. Es la luz o la falta de ella, los reflejos de la luna en el agua, los edificios, todo se transmuta cuando el frío hace que los ojos lagrimeen, las visiones son más parecidas a los sueños que a las realidades. En verano es distinto. Algunas mañanas la luna me prende desde que salgo y al dar la vuelta al puente encuentro un sol turgente que arremete contra el perfil de los edificios, es casi un juego de poder. Sí, no es nada nuevo, pero lo es, el hecho de que ocurra a diario no significa que la conciencia lo perciba.
Volviendo a la carrera, hay un momento que nunca cambio pese al recorrido dispar: el final. Me gusta acabar  junto a un parque infantil donde hay una fuente. Mientras se ajustan mi respiración y mis músculos bebo y observo el ritmo de la mañana, reconozco a cada cual, sus perros, sus andares, su devenir. No sé nada pero sé. Horarios, nombres de animales, rutinas… la mujer que contempla el amanecer desde una esquina apartada, la dueña de los perros Nela y Luki, la chica de ojos verdes  que me clava la mirada desde que aparezco y estalla en risa cuando nos saludamos… tengo que pedirle el teléfono o un día la risa me hará caer…
Todo esto me hace pensar en cuanto he odiado las rutinas a lo largo de mi vida. Los trabajos, las relaciones… todo se convierte en rutina, o somos nosotros… probablemente.
Adaptarse a un esquema forma parte de la existencia, con mayúsculas, y quizá sea ese uno de mis mayores problemas. Cuando algo deja de satisfacerme no hay rutina que valga. Abandono. No deseo algo inmutable. Supongo que, intrínsecamente, se corresponde con un modo de vida anárquico y egoísta, es posible. Sin embargo, puedo adaptarme a las necesidades de otros sin grandes esfuerzos, lo que no soporto es que eso forme parte de mi vida, que mis necesidades sean rutinarias, que el placer sea rutinario porque deja de ser placentero por definición. Odio que los proyectos comunes o individuales transformen los días en un conjunto de binomios inseparables o arquetipos que podrían formar parte de un rótulo publicitario.

Por varios motivos entiendo que los ritmos varían y los seres humanos no son calcos.
Supongo que cierto grado de disciplina es beneficiosa, pero sólo lo supongo, con serias dudas y en programas personalizados.
Y, como ocurre en las conversaciones, esto me lleva a valorar la cantidad de tiempo que perdemos sólo para agradar, para intentar coincidir con lo que para otros es “normal”. Tardaríamos menos en comprender las diferencias y aceptarlas tal como se aceptan los cambios horarios en un viaje. ¿Es que acaso estar con una persona u otra no ocasiona algo parecido al jet lag? Otro cuerpo, otras costumbres, la diferencia forma parte del cambio. Nunca deseé estar en el ecuador de las rutinas. Cada cual inclina la balanza hacia su preferencia singular y exclusiva, sin embargo, nuestra torpeza carece de límites. Aspiramos a encontrar a alguien que tenga exactamente la misma escala sin calcular la consecuencia inevitable: en el sur los hilos se despliegan en tanto que en el norte se congelan, y sólo es una observación climatológica.
¿Hasta dónde nos puede llevar esa extraordinaria ceguera mental?.
Tal vez la afinidad esté sobrevalorada. En realidad puede que se trate meramente de una forma más o menos aceptable de reconocer que somos incapaces de adaptarnos al ritmo vital o mental de otras personas.
Finalmente, imagino que todo esto es más rentable para la autoestima que pensar que, simplemente, somos unos tarados emocionales.
Pero sólo pienso en esto después de correr, tengo cincuenta minutos de tregua, casi nada para algunos, mi medida es otra.